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martes, 30 de julio de 2019

Colisión de cortezas.

El sol golpeaba con fuerza los grandes ventanales del salón. El timbre anunció el final de la clase de matemáticas y el inicio del entonces llamado "recreo". Bajé con emoción las azuladas y acaracoladas escaleras que estaban al final del pasillo, que conducían al centro del patio del antiguo colegio javeriano. En un momento de catarsis, me vi rodeado de grandes amistades y personalidades, cuyo principal objeto de entretenimiento era encontrar y perseguir hasta a atrapar en su totalidad al bando contrario (los equipos eran creados al inicio del descanso, generalmente sin respetar las desigualdades fisionómicas, dejando a todos los gordos y chaparros en un solo equipo), que se hallaba distribuido en toda la extensión de la escuela. El luminoso día se fue visto opacado por una gran sombra, la sombra grande y redonda del niño obeso del grado. Con grandes y fuertes pisadas fue tras de mi (cosa curiosa porque él no era parte del juego), y yo, inundado de un sincero temor, corrí con todas las fuerzas que mis pequeñas piernas de primer grado de primaria me lo permitían. Sin tener la decencia de avisar, un árbol se interpuso en mi camino, y yo, estúpidamente, no fui lo suficientemente cortés para pedirle que se moviera. La consecuencia de mi falta de audacia fue un nefasto y escandaloso golpe en mi frente. Tan fuerte el impacto fue, que me incitó e invitó a besar la gradilla del patio, dejándome en posición supina por un intervalo de tiempo que no logro recordar. Después de varios eternos segundos, desorientado y con la vista nublada, me levanté como pude con una reluciente y vistosa tumefacción. El tamaño del puto chichón era tal que todos creyeron que era buena idea burlarse de él, hiriendo sus sentimientos pero principalmente, los míos. Hallando refugio de las burlas y de la deshonra eterna en la enfermería, las autoridades subrogadas a casos clínicos consideraron necesario llamar a mi nerviosa madre. Después de consultarlo con la enfermera y apoyándome en mi talento de dramatizar lo indramatizable, logré dar por finalizado un par de horas antes el horario escolar, sin la presencia de la sombra grande y redonda del niño obeso del grado.

Coyoacán.

En una noche de verano, de esas en las que el calor hace acopio de todas sus fuerzas para seguir preponderando en el ambiente a pesar de haber concluido su tiempo de acción, me hallaba en un viaje turístico y cultural en la delegación de Coyoacán. Después de vagar en el Mercado Artesanal y comprobar que los tatuajes y cualquier tipo de configuración extra a nuestro cuerpo se deben hacer en lugares donde preferiblemente no se escatime la higiene, bajamos al rellano de las aceradas escaleras que conducían al tianguis, donde se podían vislumbrar las fantasmagóricas volutas de agua concentrada que flotaban en el cielo al ras del viento, combatiendo con fuerza al smog que hasta la fecha corrompe lentamente los pulmones de los habitantes de nuestra bella capital. Después de apreciar de refilón el espectáculo de un mimo y de haber comprado un elote (hervido, por supuesto) en compañía de familiares selectos, me senté en una oxidada banca frente a la bulliciosa y congestionada avenida "Felipe Carrillo Puerto". Mientras platicábamos de las argucias que alguna vez llegamos a aplicar en nuestras extenuantes jornadas escolares, de un arcaico automóvil rojo sin capote, se escuchó la voz del conductor que le preguntaba a un desafortunado policía de tránsito (que había tenido la osadía de frenarle el movimiento) si le apetecía verle el miembro reproductivo (obviamente, en tono superlativo). Ahonado a la lasciva pregunta, la copiloto, una nínfula que no llegaba a su cuarto lustro, muy posiblemente influenciada por la beligerante actitud del piloto, decidió montarse sobre su asiento y, con una botella de plástico (que si confiamos en la etiqueta de la misma, anteriormente era contenedora de un Jarrito de Fresa), le comenzó a pegar al parabrisas mientras escupía ininteligibles alaridos de guerra, posiblemente tratando de ahuyentar a la autoridad local y ahorrarle la pena de ver las "limitaciones ajenas" a la morbosa aglomeración que veía la estrambótica escena. El policía de tránsito tenía una pésima higiene personal o padecía de sordera, ya que hacia caso omiso a la fálica invitación mientras le preguntaba cualquier cosa a su uniformado colega y consultaba algo por la radio que pendía de su hombro, obligando al anfitrión a repetirle la pregunta, en detrimento de la autoridad y de la moral, cada vez más fuerte. De un momento a otro, sin ningún interludio ni previo aviso de por medio, se quitó la playera durante la continua y estimulante invitación mientras que la que parecía ser la mamá del impúdico, desde los asientos traseros del carro, le imploraba que controlará sus candentes pasiones, agarrándole del hombro para evitar que saliera del armatoste y bailará desnudo a petición del público. Al parecer el protagonista respondía al nombre de "Brayan", nombre que repetía con fuerza y desdén la señora. A esto, una cuarta persona que también montaba el coche, decidió no formar parte y, escrutando con las pupilas a los espectadores, se resignó y escondió la cabeza. A estas alturas, la nínfula ya estaba cansada y derrotada. El conductor seguía gritando múltiples obscenidades. Decidimos irnos de las inmediaciones de la avenida, ya que el tumulto iba en exponencial aumento y nosotros, orgullosamente lo presumo, no nos superó la tentativa de ser testigos del epílogo de la contienda. Nunca me había sentido tan orgulloso de pertenecer a este biodiverso país, dueño de un prístino civismo y resiliencia ante la adversidad. No supe que pensar y sigo sin saber que pensar, pero a pesar de la sorpresa, me gustó Coyoacán.

Kimono azul.

La noche estaba en su auge. La luna llena iluminaba las habitaciones filtrándose por la ventana. Abelardo soñaba que volaba. En el s...