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sábado, 24 de agosto de 2019

Ernesto el Vampiro.

Encontrar a una niña bonita en una facultad de ingeniería es como encontrar un zafiro de Birmania enterrado en el patio de una casa abandonada a la suerte del tiempo, o sea, poco probable (Tú, niña bonita de ingeniería, eres uno de esos zafiros). Así que, una vez hallando una por mera clemencia del universo hacia un desalentado universitario novato, decidí invertir una fracción de mi tiempo y de la clase siguiente en la conversación con ella, ocasionandome llegar veinte minutos tarde al salón. De igual manera, al entrar e interrumpir la cátedra, fui víctima de las miradas de reproche de mis compañeros, puntiagudas como tijeras de punta roma, inofensivas a simple vista pero letales si se usan con la destreza y habilidad necesaria. Después de dictarnos tecnicismos de las ciencias de la comunicación, la maestra anotó en el pizarrón las siguientes palabras: "Ovni, Payaso, Vampiro, Girasol, Amarillo, Rojo, Niño, Tren, Policía". El listado representaba palabras con las que quería que redactáramos un cuento en un intervalo de cinco minutos. El resultado, sin pena ni gloria, fue el siguiente: 

(La versión mostrada fue sometida a varias correcciones ortográficas, gramaticales y de estilo) 

*El tren avanzaba lentamente y con esfuerzo contra la tormenta. Después de horas de trayecto y con el cielo ahora despejado, este llegó a la Estación del Girasol. Gilberto el Payaso, con nariz roja, peluca verde y un overol multicolor, resignado, se apeó del tren y camino hasta donde se hallaba un policía de la estación, ya que era la primera vez que se presentaba en esa ciudad. El entrecruzamiento de las avenidas le parecía similar a laberintos habitados por minotauros y explorados por héroes que les daban caza. Un niño, al ver a Gilberto el Payaso anotando las indicaciones que le dictaba el policía (cuyo uniforme, contrariando las normas de vestimenta establecida, era una estrambótica combinación de rojo y amarillo) en un pedazo que arrancó del periódico que anteriormente cargaba bajo la axila, corrió y se prendió del talle de su madre y, resguardado por la voluptuosidad de la mujer, se echó a llorar. Gilberto, con empatía, bajó la vista y lo observó. "Posiblemente, si yo me viera a mi mismo, también me echaría a llorar". Mientras estudiaba la licenciatura en teatro, el ser contratado para fiestas infantiles no figuraba dentro de su proyecto de vida. Prendió un cigarrillo y se replanteó en lo que se había convertido su existencia. Una vez anotadas y supuestamente entendidas las indicaciones, un espectacular que hacía promoción a la película de moda con letras tridimensionales y rojizas "La guerra de los mundos, el retorno de los Marcianos", no pasó desapercibido por la atención de Gilberto. Este tenía caricaturas del prototipo básico e incluso inmaduro de la palabra "ovni", simples discos voladores manejados por criaturillas verdes. Al llegar a la ubicación, después de media cajetilla y de planteamientos de dudas existenciales que se quedaron sin respuesta, a lo lejos distinguió la única casa del vecindario que era rodeada por niños que parloteaban y gritaban. Resopló e intento sonreír, tratandole de dar la mejor cara a la vida pero, cuando llegó al destino, observó con espanto a los niños, y más aún a la fachada de la casa. Esta se hallaba adornada con calabazas, murciélagos y gatos negros. Los niños eran burdas imitaciones de hombres lobo, momias, zombis y brujas. Fue en ese momento cuando recordó la verdadera petición; habían contratado a Ernesto el Vampiro, no a Gilberto el Payaso.*


Al finalizar la lectura y de soltar una risilla tierna que me recordó a mi maestra de Geometría y Trigonometría de la prepa, me dijo con una afable sonrisa en el rostro "Está bueno". La sinceridad me llegó al corazón. Fue ahí cuando, solemnemente, le prometí en silencio no volver a infravalorar su clase a consecuencia de las distracciones que ocasionan las niñas bonitas de la Facultad de Ingeniería.

sábado, 10 de agosto de 2019

Carrusel.


Al tercer año de mi vida, las montañas rusas y el algodón de azúcar me eran indiferentes. El arrebol era señal del inicio de la faena. Cuando a través de la bocina se escuchaba una canción de carnaval, comenzábamos el movimiento de traslación, con las crines peinadas y mentalizados a tolerar la masa de niños obesos con coulrofobia. Mi existencia era una circular, interminable y tempestivamente carente de sentido. A mí derecha, había un perro. Debido a su altura, muy pocos niños lo montaban, con la excepción de los más pequeños. Trémulamente me confesaba que eso no le representaba un problema, ya que había escuchado de elefantes y ponis que, debido a un excesivo y peliagudo trabajo, terminaban con lesiones en las coyunturas, viéndose los encargados con la necesidad de reemplazarlos por una versión más moderna y ergonómica. Todos mis compañeros se veían felices, como si no les importara vivir para servir a infantes malcriados. La cebra de mi izquierda relinchaba feliz mientras yo la veía con desagrado, ya que trataba de imitar a la media de la empresa. Me vi harto y desesperado, exasperado por el niño que lloraba como si no le fuera suficiente montar al caballo más atractivo y veloz del carrusel. Me balanceé de derecha a izquierda con toda la vehemencia que me era posible, tratando de liberarme de mi prisión, tratando de alcanzar la libertad que me fue arrebatada al nacer. Luché con fuerza contra el mecanismo que me ataba, relinchando del cansancio. Al final, mi cuerpo de plomo colisionó contra el césped, rompiéndose a la mitad (y fracturándole una pierna al niño); pero mi espíritu aventurero huyó galopando, libre y regocijante hacia donde la madre tierra le pedía su presencia.

sábado, 3 de agosto de 2019

El juego de Simón.

Ser "el nuevo" nunca es fácil. Teniendo una rutina establecida que, de súbito, se quiebra y se transforma en algo completamente diferente, es algo a lo que uno no se puede acostumbrar fácilmente. Así me pasó cuando, por cuarta vez, me mudé a un estado al que no conocía. Y honestamente, nunca es sencillo encajar en los círculos sociales, y mucho menos en los de los potosinos (y no quiero que se me tome a mal, estas tierras me han forjado como persona y he conocido personas que son muy afines a mi, pero me costó trabajo, y mucho). Siguiendo la tradición familiar, ingresé en uno de los colegios religiosos más populares de la ciudad. Llámenos al "antagonista" de esta historia, Filemón, que vendría siendo el prefecto de la institución (que en realidad no se llama así, pero tiene un nombre igual de simpático). Estaba cursando tercero de secundaria y las cosas no podían ir peor en mi vida. No tenía amigos, extrañaba a la novia que había dejado abandonada en la ciudad anterior y el acné ya estaba manifestándose, o sea, todo mal. (Un pequeño intermedio para entender mejor el resto de la historia: Como parte de mi léxico regular para afirmar algo, en vez de utilizar un ramplón "Si", a veces prefiero jugar con el lenguaje y utilizar un "Simón". Fin del intermedio). Ahora, viene la parte medular de esta narración. Mientras la maestra nos explicaba como balancear ciertas reacciones químicas según la naturaleza de sus reactivos y yo, dejando que mi cerebro por inercia desechara al instante esa información, Filemón, el prefecto, entró al salón. Obviamente, ante semejante autoridad escolar, la maestra interrumpió (gracias a Dios) su clase para cederle la palabra. Llevaba una lista en mano para anotar a los alumnos que habían decidido no utilizar el uniforme escolar y, mientras su bigotito hacía juego con sus tirantes, un halo de disciplina militar rodeaba su cabeza. Yo, por mi parte, logré captar su atención, pero no puedo recordar la razón. (Y lo he intentado para darle mayor fidelidad a la narrativa). Supongamos que fue por traer el cabello largo (es lo más posible). Después de analizarme con pulcritud papal, me indicó que me pusiera de pie, a la vista de todos mis compañeros de clase. "En esta escuela no está permitido traer el cabello largo, yo entiendo que te guste lucir tu grandiosa melena, pero aquí es una escuela, no un zoológico. Así que por favor, cortate el cabello" me dijo mientras sonreía, con sorna "¿Si me pudiera hacer el favor, verdad?". Al finalizar su intervención, las miradas de mis compañeros se clavaron en mi, tratando de hurgar la parte más recóndita de mi ser. "Simón", le respondí con toda la naturalidad e inocencia que puede transmitir un puberto con cambios en la voz y acné en el mentón. Risas apagadas en una esquina del salón, una carcajada sonora del otro lado de este y un susurro popular que lentamente mandó al olvido los jeroglíficos científicos que la maestra recién había escrito en el pizarrón. Filemón, extrañado y divertido, tomó una postura de defensa, como si yo fuera un toro de Lidia. Todo parecía indicar que Filemón y mis compañeros la estaban pasando muy bien y yo, por dentro, también hallaba divertida la extraña transformación de la casi diaria y rutinaria visita del prefecto. "¿Usted conoce a Roberto Jordán?" -me preguntó mientras me observaba interesado- "Hay una canción de el que se llama el Juego de Simón. Si no me la cantas mañana cuando venga a tu salón, te aplicó un reporte" (que es la máxima sanción en el colegio). Yo, emocionado por la atención, le repliqué: "Simón, cuando venga se la canto". Una estrepitosa carcajada inundó el ambiente, logrando sonar en todas las inmediaciones del colegio. Filemón, después de despedirse de la maestra, salió muy contento. Yo, inocentemente, creí que me estaba tomando el pelo, como si toda la escena hubiera sido una manera de ganarse mi aprecio. Al día siguiente, mientras disfrutaba un pequeño momento de fama amén de mi previo capítulo de rebeldía escolar, vi a Filemón en el marco de la puerta. Sentí como un frío, desde la nuca, recorría mi columna vertebral. Para mi sorpresa, sí había ido al salón y me estaba pidiendo que la cantara y yo, obviamente, no la traía ensayada. La decepción se reflejó en su rostro y vi como, junto a mi nombre impreso en la lista, anotaba una "R" (de reporte). "Pasas por el cuando termines tus clases" me dijo sin verme, mientras fingía que comprobaba algo en la lista asintiendo con la cabeza. Yo, preocupado, comencé a sudar, y fue a los cinco minutos cuando mis compañeros y yo olfateamos la ausencia de cualquier desodorante en mi axila. Nuevamente, todo mal. Tratando de hallar una solución al problema al que yo mismo me había metido, le pedí a la maestra en turno que me dejara ir al baño, aceptando con desdén. Fue ahí donde, utilizando mis datos móviles, escuché por primera vez la famosa canción. La melodía me pareció anticuada, pero tenía un ritmo que me incitaba a que la bailara. No la bailé, pero si la canté, mientras las decorosas flatulencias de alumnos ocupados en lo suyo acompañaban a Estelita Núñez en el coro. Todos los que entraban al baño me veían con cara de confusión, para después, al salir, burlarse de mi con algunos deambulantes que habían decidido perder clase. "Es que la neta güey, si te ves muy chistoso cantando en el baño" me confesó uno de los impúdicos que me analizaba con curiosidad mientras orinaba, sin siquiera tener la educación suficiente para orientar el chorro en el mingitorio. Después de aprenderme la primer estrofa y el estribillo, rápidamente corrí a su oficina, donde parecía que me esperaba, divertido. La comencé a cantar y el prefecto esbozó una sonrisa, mientras recordaba sus épocas doradas. Satisfecho y orgulloso de lo que me había hecho hacer, borró la fatídica "R" de su infernal lista. Desde ese día, mi nombre de pila pasó a segundo plano ya que, siempre que nos topabamos en los pasillos de la escuela, me preguntaba con alegría (o enojo) "¿Cómo está usted, mi amigo Simón".

Kimono azul.

La noche estaba en su auge. La luna llena iluminaba las habitaciones filtrándose por la ventana. Abelardo soñaba que volaba. En el s...