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martes, 30 de julio de 2019

Coyoacán.

En una noche de verano, de esas en las que el calor hace acopio de todas sus fuerzas para seguir preponderando en el ambiente a pesar de haber concluido su tiempo de acción, me hallaba en un viaje turístico y cultural en la delegación de Coyoacán. Después de vagar en el Mercado Artesanal y comprobar que los tatuajes y cualquier tipo de configuración extra a nuestro cuerpo se deben hacer en lugares donde preferiblemente no se escatime la higiene, bajamos al rellano de las aceradas escaleras que conducían al tianguis, donde se podían vislumbrar las fantasmagóricas volutas de agua concentrada que flotaban en el cielo al ras del viento, combatiendo con fuerza al smog que hasta la fecha corrompe lentamente los pulmones de los habitantes de nuestra bella capital. Después de apreciar de refilón el espectáculo de un mimo y de haber comprado un elote (hervido, por supuesto) en compañía de familiares selectos, me senté en una oxidada banca frente a la bulliciosa y congestionada avenida "Felipe Carrillo Puerto". Mientras platicábamos de las argucias que alguna vez llegamos a aplicar en nuestras extenuantes jornadas escolares, de un arcaico automóvil rojo sin capote, se escuchó la voz del conductor que le preguntaba a un desafortunado policía de tránsito (que había tenido la osadía de frenarle el movimiento) si le apetecía verle el miembro reproductivo (obviamente, en tono superlativo). Ahonado a la lasciva pregunta, la copiloto, una nínfula que no llegaba a su cuarto lustro, muy posiblemente influenciada por la beligerante actitud del piloto, decidió montarse sobre su asiento y, con una botella de plástico (que si confiamos en la etiqueta de la misma, anteriormente era contenedora de un Jarrito de Fresa), le comenzó a pegar al parabrisas mientras escupía ininteligibles alaridos de guerra, posiblemente tratando de ahuyentar a la autoridad local y ahorrarle la pena de ver las "limitaciones ajenas" a la morbosa aglomeración que veía la estrambótica escena. El policía de tránsito tenía una pésima higiene personal o padecía de sordera, ya que hacia caso omiso a la fálica invitación mientras le preguntaba cualquier cosa a su uniformado colega y consultaba algo por la radio que pendía de su hombro, obligando al anfitrión a repetirle la pregunta, en detrimento de la autoridad y de la moral, cada vez más fuerte. De un momento a otro, sin ningún interludio ni previo aviso de por medio, se quitó la playera durante la continua y estimulante invitación mientras que la que parecía ser la mamá del impúdico, desde los asientos traseros del carro, le imploraba que controlará sus candentes pasiones, agarrándole del hombro para evitar que saliera del armatoste y bailará desnudo a petición del público. Al parecer el protagonista respondía al nombre de "Brayan", nombre que repetía con fuerza y desdén la señora. A esto, una cuarta persona que también montaba el coche, decidió no formar parte y, escrutando con las pupilas a los espectadores, se resignó y escondió la cabeza. A estas alturas, la nínfula ya estaba cansada y derrotada. El conductor seguía gritando múltiples obscenidades. Decidimos irnos de las inmediaciones de la avenida, ya que el tumulto iba en exponencial aumento y nosotros, orgullosamente lo presumo, no nos superó la tentativa de ser testigos del epílogo de la contienda. Nunca me había sentido tan orgulloso de pertenecer a este biodiverso país, dueño de un prístino civismo y resiliencia ante la adversidad. No supe que pensar y sigo sin saber que pensar, pero a pesar de la sorpresa, me gustó Coyoacán.

3 comentarios:

  1. Ja, ja, Excelente crónica amigo mío, muy detallada, y sirve al mismo tiempo como descripción de lo que es un día común en la vida del vulgo del sur de la nación, con su tan floreada forma de expresarse. Te felicito que sepas tantas palabras tan primorosas, solo falta sutileza al introducirlas.

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