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sábado, 10 de agosto de 2019

Carrusel.


Al tercer año de mi vida, las montañas rusas y el algodón de azúcar me eran indiferentes. El arrebol era señal del inicio de la faena. Cuando a través de la bocina se escuchaba una canción de carnaval, comenzábamos el movimiento de traslación, con las crines peinadas y mentalizados a tolerar la masa de niños obesos con coulrofobia. Mi existencia era una circular, interminable y tempestivamente carente de sentido. A mí derecha, había un perro. Debido a su altura, muy pocos niños lo montaban, con la excepción de los más pequeños. Trémulamente me confesaba que eso no le representaba un problema, ya que había escuchado de elefantes y ponis que, debido a un excesivo y peliagudo trabajo, terminaban con lesiones en las coyunturas, viéndose los encargados con la necesidad de reemplazarlos por una versión más moderna y ergonómica. Todos mis compañeros se veían felices, como si no les importara vivir para servir a infantes malcriados. La cebra de mi izquierda relinchaba feliz mientras yo la veía con desagrado, ya que trataba de imitar a la media de la empresa. Me vi harto y desesperado, exasperado por el niño que lloraba como si no le fuera suficiente montar al caballo más atractivo y veloz del carrusel. Me balanceé de derecha a izquierda con toda la vehemencia que me era posible, tratando de liberarme de mi prisión, tratando de alcanzar la libertad que me fue arrebatada al nacer. Luché con fuerza contra el mecanismo que me ataba, relinchando del cansancio. Al final, mi cuerpo de plomo colisionó contra el césped, rompiéndose a la mitad (y fracturándole una pierna al niño); pero mi espíritu aventurero huyó galopando, libre y regocijante hacia donde la madre tierra le pedía su presencia.

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