Ser "el nuevo" nunca es fácil. Teniendo una rutina establecida que, de súbito, se quiebra y se transforma en algo completamente diferente, es algo a lo que uno no se puede acostumbrar fácilmente. Así me pasó cuando, por cuarta vez, me mudé a un estado al que no conocía. Y honestamente, nunca es sencillo encajar en los círculos sociales, y mucho menos en los de los potosinos (y no quiero que se me tome a mal, estas tierras me han forjado como persona y he conocido personas que son muy afines a mi, pero me costó trabajo, y mucho). Siguiendo la tradición familiar, ingresé en uno de los colegios religiosos más populares de la ciudad. Llámenos al "antagonista" de esta historia, Filemón, que vendría siendo el prefecto de la institución (que en realidad no se llama así, pero tiene un nombre igual de simpático). Estaba cursando tercero de secundaria y las cosas no podían ir peor en mi vida. No tenía amigos, extrañaba a la novia que había dejado abandonada en la ciudad anterior y el acné ya estaba manifestándose, o sea, todo mal. (Un pequeño intermedio para entender mejor el resto de la historia: Como parte de mi léxico regular para afirmar algo, en vez de utilizar un ramplón "Si", a veces prefiero jugar con el lenguaje y utilizar un "Simón". Fin del intermedio). Ahora, viene la parte medular de esta narración. Mientras la maestra nos explicaba como balancear ciertas reacciones químicas según la naturaleza de sus reactivos y yo, dejando que mi cerebro por inercia desechara al instante esa información, Filemón, el prefecto, entró al salón. Obviamente, ante semejante autoridad escolar, la maestra interrumpió (gracias a Dios) su clase para cederle la palabra. Llevaba una lista en mano para anotar a los alumnos que habían decidido no utilizar el uniforme escolar y, mientras su bigotito hacía juego con sus tirantes, un halo de disciplina militar rodeaba su cabeza. Yo, por mi parte, logré captar su atención, pero no puedo recordar la razón. (Y lo he intentado para darle mayor fidelidad a la narrativa). Supongamos que fue por traer el cabello largo (es lo más posible). Después de analizarme con pulcritud papal, me indicó que me pusiera de pie, a la vista de todos mis compañeros de clase. "En esta escuela no está permitido traer el cabello largo, yo entiendo que te guste lucir tu grandiosa melena, pero aquí es una escuela, no un zoológico. Así que por favor, cortate el cabello" me dijo mientras sonreía, con sorna "¿Si me pudiera hacer el favor, verdad?". Al finalizar su intervención, las miradas de mis compañeros se clavaron en mi, tratando de hurgar la parte más recóndita de mi ser. "Simón", le respondí con toda la naturalidad e inocencia que puede transmitir un puberto con cambios en la voz y acné en el mentón. Risas apagadas en una esquina del salón, una carcajada sonora del otro lado de este y un susurro popular que lentamente mandó al olvido los jeroglíficos científicos que la maestra recién había escrito en el pizarrón. Filemón, extrañado y divertido, tomó una postura de defensa, como si yo fuera un toro de Lidia. Todo parecía indicar que Filemón y mis compañeros la estaban pasando muy bien y yo, por dentro, también hallaba divertida la extraña transformación de la casi diaria y rutinaria visita del prefecto. "¿Usted conoce a Roberto Jordán?" -me preguntó mientras me observaba interesado- "Hay una canción de el que se llama el Juego de Simón. Si no me la cantas mañana cuando venga a tu salón, te aplicó un reporte" (que es la máxima sanción en el colegio). Yo, emocionado por la atención, le repliqué: "Simón, cuando venga se la canto". Una estrepitosa carcajada inundó el ambiente, logrando sonar en todas las inmediaciones del colegio. Filemón, después de despedirse de la maestra, salió muy contento. Yo, inocentemente, creí que me estaba tomando el pelo, como si toda la escena hubiera sido una manera de ganarse mi aprecio. Al día siguiente, mientras disfrutaba un pequeño momento de fama amén de mi previo capítulo de rebeldía escolar, vi a Filemón en el marco de la puerta. Sentí como un frío, desde la nuca, recorría mi columna vertebral. Para mi sorpresa, sí había ido al salón y me estaba pidiendo que la cantara y yo, obviamente, no la traía ensayada. La decepción se reflejó en su rostro y vi como, junto a mi nombre impreso en la lista, anotaba una "R" (de reporte). "Pasas por el cuando termines tus clases" me dijo sin verme, mientras fingía que comprobaba algo en la lista asintiendo con la cabeza. Yo, preocupado, comencé a sudar, y fue a los cinco minutos cuando mis compañeros y yo olfateamos la ausencia de cualquier desodorante en mi axila. Nuevamente, todo mal. Tratando de hallar una solución al problema al que yo mismo me había metido, le pedí a la maestra en turno que me dejara ir al baño, aceptando con desdén. Fue ahí donde, utilizando mis datos móviles, escuché por primera vez la famosa canción. La melodía me pareció anticuada, pero tenía un ritmo que me incitaba a que la bailara. No la bailé, pero si la canté, mientras las decorosas flatulencias de alumnos ocupados en lo suyo acompañaban a Estelita Núñez en el coro. Todos los que entraban al baño me veían con cara de confusión, para después, al salir, burlarse de mi con algunos deambulantes que habían decidido perder clase. "Es que la neta güey, si te ves muy chistoso cantando en el baño" me confesó uno de los impúdicos que me analizaba con curiosidad mientras orinaba, sin siquiera tener la educación suficiente para orientar el chorro en el mingitorio. Después de aprenderme la primer estrofa y el estribillo, rápidamente corrí a su oficina, donde parecía que me esperaba, divertido. La comencé a cantar y el prefecto esbozó una sonrisa, mientras recordaba sus épocas doradas. Satisfecho y orgulloso de lo que me había hecho hacer, borró la fatídica "R" de su infernal lista. Desde ese día, mi nombre de pila pasó a segundo plano ya que, siempre que nos topabamos en los pasillos de la escuela, me preguntaba con alegría (o enojo) "¿Cómo está usted, mi amigo Simón".
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Buenisimo, adoro los finales felices. Esperando la siguiente crónica amigo mio
ResponderBorrarSigue escribiendo mi Artur. Dicen que las palabras que dejamos son como botellas en el mar, no sabemos cuando, cómo o quién las encontrará, pero siempre tendrán algo importante que decir. Luego te comparto un Blog Personal en proceso.
ResponderBorrarSaludos, Yael.
Borrarnickyy
ResponderBorrarMe encantó síguele besos te quiero mucho
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