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miércoles, 23 de octubre de 2019

Urbanidad.


"Por fin tengo una razón para saltar de la cama y ser feliz." pensó para sí el estudiante de medicina, que después de superar una ruptura, se hallaba de nueva cuenta enamorado de la inescrutabilidad de la vida. Más tarde, caminando por la calle con destino a su facultad, fue atropellado por un conductor irresponsable, que al no respetar la vialidad, hizo que su cráneo chocara contra el bache que el gobierno municipal nunca arregló, matándolo al instante. Más al sur, en una zona con menor infraestructura, una pareja bombardeada de infidelidades y decepciones resolvía todos sus problemas de pareja concibiendo a un nuevo ser, para poder amarlo y quererlo incondicionalmente. En el extremo opuesto, un joven (infeliz que había heredado la constructora de su padrino) ingeniero se suicidaba inhalando los monóxidos de su convertible rojo, el último grito de la moda automotriz, dejando su carta de despedida en el asiento del copiloto. En el centro de la ciudad, a un adolescente que provenía de una de las zonas marginadas del país le era anunciada, desde una cabina telefónica, la obtención del trabajo que necesitaba para mantener a su hermana embarazada. A dos cuadras de la cabina, durante una clase de geografía, un niño gordo y pecoso saboreaba su primer decepción amorosa, después de declararle su amor a la única niña desarrollada del salón. Todo esto y otras vicisitudes propias de la urbanidad las observaba la vidente (o como ella se hacía llamar, "Licenciada en Futurología") desde el cutre establo, rodeada de paja y cerdos, mientras sonreía y prestidigitaba la mística baraja (que había obtenido en una pelea de gallos en Catemaco, Veracruz), viendo con deleite el torrente de misterio e ilusionismo que se anteponía, translucido y brillante, frente a sus ojos.

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