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jueves, 19 de diciembre de 2019

El epitafio de Vanessa.


Mi vida comenzó dentro de un huevo. Una vez libre, me arrastré convertida en un ser blando y cilíndrico para, posteriormente, aprisionarme de nueva cuenta, ahora en una crisálida. Para mi sorpresa, muchísimo antes de que yo estuviera planeada, mis padres ya me habían bautizado con el nombre de Vanessa, y de esa manera heredé el nombre de todo mi árbol genealógico. Además del nombre, físicamente todas nos parecemos muchísimo, casi idénticas, pero si logras escrutarnos con detalle, muy a pesar que compartimos los mismos colores, la proporción y distribución de estos a lo largo y ancho de nuestras alas no es el mismo. Me gustan mis tonos, negros y anaranjados, y honestamente me llena de orgullo decirlo: soy única e irrepetible. Cabe decirlo, en mis subversivos años envidiaba a mis primas que se vanagloriaban por sus colores, mas brillantes y exóticos que los propios, pero hoy por hoy, si tuviera la oportunidad de modificarme, no la tomaría.
Siempre que se me pregunta de donde obtuve mi amplio conocimiento y sagaz visión respecto al mundo y su funcionamiento, yo lo atribuyo siempre al largo circuito que terminé no hace mucho tiempo. Tanto África como Europa tuvieron la fortuna de ver nuestra unidad y perseverancia como especie. Primeramente, el aprender a aletear era algo indispensable, que después de días de practicas incansables y noches de llantos y estrés, lo logré. Vuelos de entrenamiento, así les llaman en la colonia. No me gusta mentir, así que no voy a ensalzar mis habilidades aerodinámicas: yo nunca fui la mejor, pero si la más perseverante. Una vez graduada y finalizadas las despedidas, comenzó la aventura de mi vida. Cuando terminamos de sobrevolar los Alpes, después de consultarlo y someterlo a votación,  tomamos la decisión de descansar en Barcelona un par de días. Una vez finalizada la vacación, con ayuda de mi brújula interna, me adentré en el vasto Mediterráneo y logré volar durante aproximadamente seiscientos kilómetros.
Poco a poco las fuerzas me flaqueaban, pero el planeo se facilitó con súbitas ráfagas de viento que me impulsaban y me daban un poco de ventaja, un vientecito que me ayudaba a seguir adelante. Cuando mi cuerpo no rendía para más y creía que estaba a punto de dejarme devorar por Caribdis, vi algo que no creí que fuera a extrañar tanto, tierra. En ese lugar,  árido y seco, descansamos. Tristemente, debido a la fatiga extrema que todas sentíamos, muchas amigas mías se descuidaron y terminaron siendo cena de los depredadores locales. Desde entonces, las arañas y yo no congeniamos. Llorando a mis parientes, me di cuenta que aún no estábamos seguras ahí, y nos vimos obligadas a retomar el vuelo. Habiendo sobrevolado el Sahara, un tanto desorientadas, llegamos a una zona más verde que amarilla, más fresca que árida, con más colores y animales, más bonita, pues. Fue ahí donde finalmente decidí asentarme y reproducirme. Debido a mi inteligencia y belleza superior con respecto a mis amigas, no me costó trabajo encontrar a un macho que bailoteaba en una de las cimas de las colinas colindantes, todo para llamar mi atención. El gesto me dio mucha ternura, así que le di una oportunidad. Mis crías son apenas unos huevos, pero en sueños las observo, todas juntas, viajando por el mundo y recolectado memorias. Ya les tocara a ellas compartir su historia.

sábado, 7 de diciembre de 2019

El lago encantado.




Un caballero, con aire quijotesco, salió de una cabañita que moría lentamente, abandonada a su suerte. Hombre alto y delgado, con el rostro cansado y unas grandes ojeras que colgaban de sus cuencas. Los girasoles rodeaban a la cabaña, el lago limítrofe era azul cristalino y el sol se ocultaba en poniente. Salió sacudiéndose el polvo de la herrumbrada armadura, aún amodorrado. La barbilla le colgaba del mentón, con canas filtrándosele. Metiéndose los dedos a la boca, ladeándose hacia atrás, lanzó un silbido. Con el rostro ruborizado y los pulmones vacíos, se dejó caer sobre su retaguardia, quitándole la vida a cuatro girasoles. El descanso no fue prolongado, ya que medio minuto después apareció un corcel, blanco como la nieve y majestuoso como cualquier catedral decimonónica. Lo montó y juntos emprendieron el trote. Pasaron por llanuras espesas manchadas de verde, dejándolo apreciar la belleza del reino. A lo lejos, logró vislumbrar un castillo al calce de una pequeña montaña. Al llegar a la torre barbacana, observó con detenimiento el escudo de armas de la casa que antes lo habitaba. Un fauno sentado que tocaba la flauta rodeado de árboles, símbolo que representaba al gremio oracular al que esta familia real había pertenecido. Entró, y en la plaza de armas del castillo sólo halló destrucción. Cadáveres calcinados, abandonados. El caballero se peinaba la barbilla, de arriba hacia abajo, fingiendo parsimonia. Se apeó del caballo y examinó el lugar. Caminó por el adarve y las torres de caballería, inhalando las animas de las familias perdidas. Al llegar a la torre de homenaje, escucho el aleteo del evidente causante de la destrucción del lugar. Grande y con color purpureo, lucía una cicatriz en uno de sus costados. Las escamas hedían a odio y venganza, y su boca expectoraba fuego. El dragón se hallaba en posición de descanso mientras observaba el despertar de la luna, pero rápidamente volteó su cabeza al escuchar el desenvainamiento de una de las espadas más fuertes y mágicas jamás fraguadas en la historia del feudo. Un largo grujido, lastimero y doliente, despertó de su letargo infinito a todos los fantasmas del castillo.





Kimono azul.

La noche estaba en su auge. La luna llena iluminaba las habitaciones filtrándose por la ventana. Abelardo soñaba que volaba. En el s...