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viernes, 10 de enero de 2020

La campana.

Subieron las escaleras, desnudándose con los ojos, ignorando las paredes tapizadas de flores aterciopeladas. Entraron al cuarto. Ahora acostados, con las manos. Furiosos, apasionados, caníbales.
El seminarista, en el campanario, le dio las gracias a Dios por el viento que le revolvía los cabellos "Seré jesuita porque me puedo dejar el cabello largo". Estiró el brazo y comenzó a pendular al badajo, haciendo sonar la campana. "¡Es hora de la misa, gente buena!" gritaba desde arriba.
Benito la tenía prensada de las caderas y ella le lamia el cuello. Después se besaban los labios mientras él la acariciaba; Abelarda, toda encantada. Las campanadas inundaban la habitación, acompañando las risitas y los gemidos.
Benito y el seminarista tenían cansado el brazo, pero la satisfacción que sentían los impulsaba a continuar.
"¡Qué te pasa, pendejo de mierda!" le gritó Paco a su primo bajo el marco de la puerta, cargando un ramillete de violetas en la mano derecha. Abelarda, al ver a Paco, comenzó a llorar. Paco golpeaba a Benito, y este apenas podía cubrir su cara. Le temblaban las piernas. Furioso, apasionado, asesino.
La campana seguía cantando y la feligresía se aglomeraba, haciéndole sentir al seminarista la amorosa presencia de Dios en su vida.
"Déjalo, Paco, ya basta. Lo vas a matar". Paco salió del trance, y se retiró escandalosamente de la pecaminosa habitación. Benito yacía desnudo junto a la cama bañado en sangre. No respiraba.
Una parvada desorientada voló a través del campanario, haciéndolo perder el equilibro y obligándolo a caer de bruces frente a la fachada de la octogenaria construcción.
El seminarista adelantó su llegada al palacio del Padre, encontrándose en la fila para la audiencia con San Pedro a un hombre desnudo con el rostro desfigurado, que no se dejaba de manosear e inspeccionar las nuevas alas que tenía en los omóplatos. La campana dejó de cantar, pero Abelarda nunca dejó de llorar. Furiosa, apasionada, melancólica.

sábado, 4 de enero de 2020

Kraken.




La luz del sol y las ráfagas del viento otoñal caldeaban los ánimos del Kraken. Los ingresos de los hoteles de la costa, evidentemente, habían caído. En un poste de madera, junto a la garita del salvavidas en una playita privada, la bandera de color rojo estaba izada, indicando la imposibilidad de poder nadar en el mar. Una pareja de recién casados, obesos, de pupilas verdes y cabellos dorados, de manera confiada la arriaron, sustituyendo a la bandera roja por una verde. Se desprendieron de sus holgadas prendas, quedando solo en ropa interior, ayudándose mutuamente embetunando sus cuerpos en protector solar. Comenzaron a caminar hacia el mar mientras la criatura chapoteaba con sus tentáculos, eufórico e iracundo. El salvavidas, que apenas se estaba bajando de la torre de guardia debido al cambio de turno, los encaró: "Oigan, ustedes dos, ¿no vieron la bandera? No está permitido entrar al océano, el Kraken lleva ya varios días en nuestra costa" les dijo incrédulo. "Despreocúpese joven, nosotros ya nos percatamos de la bandera, por lo tanto, para poder meternos al mar, ya la cambiamos por una verde" le dijo la mujer señalando con el índice la bandera recién puesta, mientras su pareja le rodeaba el cuello con su diabético brazo a modo de protección. "¿No están viendo lo que está frente a ustedes?" les preguntó mientras los inspeccionaba con miradas de extrañeza, frunciendo el ceño.  “Si, ya nos percatamos, pero no estamos acostumbrados a obedecer a gente inferior a nosotros. Así que, por favor, hágase a un lado y déjenos disfrutar nuestros pocos días en la playa, que mucho esfuerzo y dinero nos costaron" le respondió con displicencia el gordo al salvavidas, dejándolo confundido y con cara de idiota. Aumentaron la rapidez de su trote y juntos, agarrados de la mano, se precipitaron al océano en modo de clavado, cayendo en las hambrientas fauces del monstruo.

Coqueteo.

"La verdad no soy bueno para esto, siempre me ha dado pena acercarme a mujeres tan...tan bonitas como tú. Los que pasan junto a mi se burlan, pero no me importa, lo único que me importa es tu aceptación... ¿quieres salir conmigo esta noche?". El hombre esperaba la respuesta muerto de nervios afuera de la tienda, en el pasillo principal del centro comercial. Mientras tanto, resguardada por el vidrio del escaparate, la maniquí guardaba silencio, meditando la invitación. Al final, la respuesta fue negativa, ya que su pretendiente llevaba colgado al cuello una bufanda de la tienda rival.

Kimono azul.

La noche estaba en su auge. La luna llena iluminaba las habitaciones filtrándose por la ventana. Abelardo soñaba que volaba. En el s...