Abelardo no tenía a quien decírselo. Su mamá, la señora Margarita, estaba obsesionada con el jardín y sus flores exóticas y de todo lo que tuviera que ver con la iglesia, y su papá, don Rafael, llevaba ya un mes ensimismado con su última compra. Su papá era un anticuario frustrado, ya que su corto sueldo como vendedor de seguros apenas le alcanzaba para pagar la colegiatura y llenar los anaqueles de la alacena con despensa suficiente. Un día, paseando por el vecindario, en la cochera de la casa de la familia que se iba a mudar, se percató que esta montó una pequeña vendimia que, según le dijo el padre de familia, era para poder cubrir los gastos de la mudanza. Sobre una mesa que era vigilada por la hija menor del matrimonio, vio algo que le robó el aliento. Era un antiguo duende de tela con atuendo verde azulado, con gorro del mismo color, barbado y ojos azules. Estaba relleno de lo que el papá de Abelardo supuso que era algodón, después de manosearlo y sopesarlo. Llegó a la casa feliz y, al preguntarle Margarita que era lo que tenía en las manos, Don Rafael le respondió con afabilidad: "Mira gorda, se parece a mi".
El conflicto inicial ocasionado por el duende fue la preocupación sincera de Margarita, al ver la flagelación del salario de su esposo a causa de su obsesión de comprar y coleccionar chatarra. A Abelardo le fue indiferente el juguete, ya que la primera vez que lo vio, pensó que era un obsequio para Heriberto, la mascota de la casa. Después de preguntarle a su papá, este le respondió con una mirada inquisitiva que desbordaba fuego: "Si ese puto perro lo agarra, lo mato". La única condición que le había puesto la matriarca a Rafael para poder conservar al duende, fue que lo tuviera guardado en un caja que, religiosamente, Margarita colocó debajo de su cama. Fue a las dos semanas de la llegada del duende a la casa cuando Abelardo comenzó a soñar que volaba y se despertaba para ver al espectro.
Nadie entendía porque se mostraba tan apegado a ese objeto que, estéticamente, no cumpliría las expectativas que un coleccionista convencional seguiría; tenía las costuras mal hechas y estaba cubierto de parches. La pelea más agresiva fue cuando, en vísperas navideñas, don Rafael intentó colgarlo en el árbol y, al verse frustrada su iniciativa, ya que era corto de estatura y no halló nada en lo que pudiera subirse, lo puso en el nacimiento, junto al niño Jesús y recargado en un borrego. "¡Eres un pendejo, te dije que a ese puto trapo no lo quería ver fuera de la caja!", le gritó Margarita a Rafael al verlo. La mamá agarró al duende y lo tiró con furia al bote de basura de la cocina como respuesta a la blasfemia, no sin antes maldecir al juguete y a su esposo y de paso a su suegra, por haber criado a una persona tan inútil y demente.
Al día siguiente, mientras terminaba de trapear para bañarse para recibir a la familia de su esposo, Margarita se tropezó mientras bajaba las escaleras, rompiéndose la pierna derecha. La nochebuena la pasó enclaustrada en el dormitorio principal, lo que la cizañosa madre de Rafael aprovechó para poder expresar su sentir hacia su nuera: "Yo te dije hijito, tu esposa aprovecharía cualquier oportunidad para hacerme una grosería, ni para saludarnos se digna a bajar; ademas, el jamón le quedó seco". Para febrero, ya todos aceptaban la presencia del duende en las comidas. Margarita, al ser una mujer supersticiosa, creía que el duende había tenido algo que ver en su accidente. "¿No te vas a terminar tu chuleta?", le preguntaba Margarita a su esposo, a lo que él le respondía sombríamente: "El también tiene que comer". Cuando don Rafael manejaba hacia el trabajo, aprovechaba para hablarle: "Mi vieja me es infiel, el otro día la descubrí. No me importa".
Una mañana de domingo, sabiendo que su madre madrugaba para maquillarse para la misa, Abelardo, que no había dormido durante toda la noche, le confesó lo que le venía pasando desde la llegada del juguete de su papá. Margarita, poniendo rostro amargo y santiguándose tres veces, corrió a despertar a su esposo gritándole al oído mientras le sacudía el hombro: "¡Ya ves lo que provocas! Tu hijo te está copiando tus manías. Al paso que va, va a terminar igual de loco que tú". Don Rafael respondió con dos gemidos cortados, tres largos pestañeos y un murmullo que aprovechó para volver a acomodar su cabeza en la almohada. Ese domingo, la pequeña familia escuchó dos misas consecutivas y el sacerdote Rigodanza empapó la cabeza de Abelardo y del duende en agua bendita. "Gracias padre, gracias padre, que bueno es usted padre...¿quiere venir a comer padre?".
Los sueños aéreos de Abelardo, después de seis meses, se habían convertido en algo rutinario. A lo único que aún no se acostumbraba y le provocaba nauseas y escalofríos que le recorrían la columna vertebral, era la aparición de la mujer del kimono azul. Una noche, el sueño fue distinto. No tenía alas y no estaba volando tocando a los rascacielos con marquesinas con letreros de neón. Se hallaba a la mitad de un paso cebra y estorbaba el paso. Alzó la mirada y vio enormes edificios con caracteres desconocidos para el, en letreros de colores brillantes. El cielo era de color naranja. Intentó caminar al otro lado de la acera, pero sus pies no le respondían. Los transeúntes le increpaban en un idioma que el no entendía; les intentaba responder y explicarles que no podía moverse, pero su lengua tampoco le servía. El semáforo se puso verde, y el seguía adherido al asfalto. Vio venir hacia el un automóvil que era ocupado por un matrimonio joven. El hombre manejaba, mientras que una mujer, encolerizada, le gritaba mientras movía con furia sus manos. Un niño sentado en la segunda fila, lloraba y se tapaba las orejas. El hombre se volteó para responderle cualquier cosa. Cuando este regresó la mirada a la avenida, sus ojos se cruzaron con los de Abelardo, que estaba inmóvil y pálido del miedo. El hombre viró hacia la derecha, después hacia la izquierda, después perdió el control del volante y colisionó contra otro coche. El impacto sacó disparado al hombre, cuya cabeza se desplomó a los pies de uno de los coloridos y brillantes letreros, dejando un rastro rojo en la calle. Una nube negra y viscosa comenzó a ensombrecer la visión de Abelardo. Vio llegar a una ambulancia, y unos paramédicos sacaron a la mujer que venia en el asiento del copiloto, cuyo rostro estaba cubierto en sangre. Se dio cuenta que estaba embarazada. Al cadáver del niño lo pusieron en una camilla y lo cubrieron con una sabana negra. La multitud se agolpaba para ver lo que pasaba y Abelardo, sin poder gritar, comenzó a ser devorado por la carretera, como si esta fuera una arena movediza.
Abelardo despertó gritando, y lo último que vio al perder la conciencia hasta la mañana siguiente fue a la mujer del kimono que colgaba del techo del cuarto de Abelardo, sostenida por una cuerda que rodeaba a su cuello. Su kimono no estaba bien amarrado, ya que pudo ver sus senos, su sexo recubierto de unos finos vellos y un embarazo adelantado. La ventana estaba abierta y la brisa corría, y esta movía al cadáver inerte, así como a un péndulo descompuesto.
A la mañana siguiente, don Rafael le pidió a Margarita que le cambiará el relleno al duende, ya que este estaba perdiendo su consistencia. Obediente y temerosa, cargó al duende como si fuera un bebé y fue a la casa de su comadre y le pidió prestado un paquete de algodón. Llegó a la casa y abrió con suma delicadeza al duende con unas tijeras. En el interior del duende, vio un pedazo de periódico rodeado de algodón, en un lenguaje incomprensible para ella. Venía un título en letras subrayadas, y la foto de un auto destrozado y de una mujer encamillada y entubada adentro de una ambulancia, al igual que los retratos de un hombre joven y un niño. Junto al pedazo de periódico, estaba la foto de lo que parecía ser una familia en un jardín rebosante de crisantemos. Un niño de apenas cuatro años, y dos padres jóvenes, abrazados y sonrientes. La mujer se veía embarazada, y portaba un kimono floral color azul celeste.