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martes, 28 de abril de 2020

Kimono azul.



La noche estaba en su auge. La luna llena iluminaba las habitaciones filtrándose por la ventana. Abelardo soñaba que volaba. En el sueño, tenía alas de espuma; atravesaba nubes y rozaba rascacielos con marquesinas con letreros de neón. Voló hasta llegar a la costa. De repente, mientras el viento revolvía sus cabellos y la brisa del mar le refrescaba el rostro, sintió como unas uñas se le clavaban en la pierna. Eso le bastó para regresar al mundo verdadero. Se despertó gritando, sintiendo un dolor profundo y caliente en su muslo que le hacia regar gotas de sangre sobre el colchón. Rápidamente se quitó las sábanas que le cubrían, y corroboró que en su pierna estaba la marca de cinco uñas encarnadas en su muslo, como una mordida alevosa hecha con la mano. La silueta de una mujer de ojos rasgados vistiendo un kimono floral color azul celeste se alzaba a los pies de su cama. Se quedó estupefacto, y sólo vio como de manera tranquila salía de su cuarto, atravesando la puerta que se hallaba cerrada. Era la tercera vez que la veía. 



Abelardo no tenía a quien decírselo. Su mamá, la señora Margarita, estaba obsesionada con el jardín y sus flores exóticas y de todo lo que tuviera que ver con la iglesia, y su papá, don Rafael, llevaba ya un mes ensimismado con su última compra. Su papá era un anticuario frustrado, ya que su corto sueldo como vendedor de seguros apenas le alcanzaba para pagar la colegiatura y llenar los anaqueles de la alacena con despensa suficiente. Un día, paseando por el vecindario, en la cochera de la casa de la familia que se iba a mudar, se percató que esta montó una pequeña vendimia que, según le dijo el padre de familia, era para poder cubrir los gastos de la mudanza. Sobre una mesa que era vigilada por la hija menor del matrimonio, vio algo que le robó el aliento. Era un antiguo duende de tela con atuendo verde azulado, con gorro del mismo color, barbado y ojos azules. Estaba  relleno de lo que el papá de Abelardo supuso que era algodón, después de manosearlo y sopesarlo. Llegó a la casa feliz y, al preguntarle Margarita que era lo que tenía en las manos, Don Rafael le respondió con afabilidad: "Mira gorda, se parece a mi".



El conflicto inicial ocasionado por el duende fue la preocupación sincera de Margarita, al ver la flagelación del salario de su esposo a causa de su obsesión de comprar y coleccionar chatarra. A Abelardo le fue indiferente el juguete, ya que la primera vez que lo vio, pensó que era un obsequio para Heriberto, la mascota de la casa. Después de preguntarle a su papá, este le respondió con una mirada inquisitiva que desbordaba fuego: "Si ese puto perro lo agarra, lo mato". La única condición que le había puesto la matriarca a Rafael para poder conservar al duende, fue que lo tuviera guardado en un caja que, religiosamente, Margarita colocó debajo de su cama. Fue a las dos semanas de la llegada del duende a la casa cuando Abelardo comenzó a soñar que volaba y se despertaba para ver al espectro. 



Nadie entendía porque se mostraba tan apegado a ese objeto que, estéticamente, no cumpliría las expectativas que un coleccionista convencional seguiría; tenía las costuras mal hechas y estaba cubierto de parches. La pelea más agresiva fue cuando, en vísperas navideñas, don Rafael intentó colgarlo en el árbol y, al verse frustrada su iniciativa, ya que era corto de estatura y no halló nada en lo que pudiera subirse, lo puso en el nacimiento, junto al niño Jesús y recargado en un borrego. "¡Eres un pendejo, te dije que a ese puto trapo no lo quería ver fuera de la caja!", le gritó Margarita a Rafael al verlo. La mamá agarró al duende y lo tiró con furia al bote de basura de la cocina como respuesta a la blasfemia, no sin antes maldecir al juguete y a su esposo y de paso a su suegra, por haber criado a una persona tan inútil y demente. 



Al día siguiente, mientras terminaba de trapear para bañarse para recibir a la familia de su esposo, Margarita se tropezó mientras bajaba las escaleras, rompiéndose la pierna derecha. La nochebuena la pasó enclaustrada en el dormitorio principal, lo que la cizañosa madre de Rafael aprovechó para poder expresar su sentir hacia su nuera: "Yo te dije hijito, tu esposa aprovecharía cualquier oportunidad para hacerme una grosería, ni para saludarnos se digna a bajar; ademas, el jamón le quedó seco". Para febrero, ya todos aceptaban la presencia del duende en las comidas. Margarita, al ser una mujer supersticiosa, creía que el duende había tenido algo que ver en su accidente. "¿No te vas a terminar tu chuleta?", le preguntaba Margarita a su esposo, a lo que él le respondía sombríamente: "El también tiene que comer". Cuando don Rafael manejaba hacia el trabajo, aprovechaba para hablarle: "Mi vieja me es infiel, el otro día la descubrí. No me importa".



Una mañana de domingo, sabiendo que su madre madrugaba para maquillarse para la misa, Abelardo, que no había dormido durante toda la noche, le confesó lo que le venía pasando desde la llegada del juguete de su papá. Margarita, poniendo rostro amargo y santiguándose tres veces, corrió a despertar a su esposo gritándole al oído mientras le sacudía el hombro: "¡Ya ves lo que provocas! Tu hijo te está copiando tus manías. Al paso que va, va a terminar igual de loco que tú". Don Rafael respondió con dos gemidos cortados, tres largos pestañeos y un murmullo que aprovechó para volver a acomodar su cabeza en la almohada. Ese domingo, la pequeña familia escuchó dos misas consecutivas y el sacerdote Rigodanza empapó la cabeza de Abelardo y del duende en agua bendita. "Gracias padre, gracias padre, que bueno es usted padre...¿quiere venir a comer padre?". 



Los sueños aéreos de Abelardo, después de seis meses, se habían convertido en algo rutinario. A lo único que aún no se acostumbraba y le provocaba nauseas y escalofríos que le recorrían la columna vertebral, era la aparición de la mujer del kimono azul. Una noche, el sueño fue distinto. No tenía alas y no estaba volando tocando a los rascacielos con marquesinas con letreros de neón. Se hallaba a la mitad de un paso cebra y estorbaba el paso. Alzó la mirada y vio enormes edificios con caracteres desconocidos para el, en letreros de colores brillantes. El cielo era de color naranja. Intentó caminar al otro lado de la acera, pero sus pies no le respondían. Los transeúntes le increpaban en un idioma que el no entendía; les intentaba responder y explicarles que no podía moverse, pero su lengua tampoco le servía. El semáforo se puso verde, y el seguía adherido al asfalto. Vio venir hacia el un automóvil que era ocupado por un matrimonio joven. El hombre manejaba, mientras que una mujer, encolerizada, le gritaba mientras movía con furia sus manos. Un niño sentado en la segunda fila, lloraba y se tapaba las orejas. El hombre se volteó para responderle cualquier cosa. Cuando este regresó la mirada a la avenida, sus ojos se cruzaron con los de Abelardo, que estaba inmóvil y pálido del miedo. El hombre viró hacia la derecha, después hacia la izquierda, después perdió el control del volante y colisionó contra otro coche. El impacto sacó disparado al hombre, cuya cabeza se desplomó a los pies de uno de los coloridos y brillantes letreros, dejando un rastro rojo en la calle. Una nube negra y viscosa comenzó a ensombrecer la visión de Abelardo. Vio llegar a una ambulancia, y unos paramédicos sacaron a la mujer que venia en el asiento del copiloto, cuyo rostro estaba cubierto en sangre. Se dio cuenta que estaba embarazada. Al cadáver del niño lo pusieron en una camilla y lo cubrieron con una sabana negra. La multitud se agolpaba para ver lo que pasaba y Abelardo, sin poder gritar, comenzó a ser devorado por la carretera, como si esta fuera una arena movediza.



Abelardo despertó gritando, y lo último que vio al perder la conciencia hasta la mañana siguiente fue a la mujer del kimono que colgaba del techo del cuarto de Abelardo, sostenida por una cuerda que rodeaba a su cuello. Su kimono no estaba bien amarrado, ya que pudo ver sus senos, su sexo recubierto de unos finos vellos y un embarazo adelantado. La ventana estaba abierta y la brisa corría, y esta movía al cadáver inerte, así como a un péndulo descompuesto. 



A la mañana siguiente, don Rafael le pidió a Margarita que le cambiará el relleno al duende, ya que este estaba perdiendo su consistencia. Obediente y temerosa, cargó al duende como si fuera un bebé y fue a la casa de su comadre y le pidió prestado un paquete de algodón. Llegó a la casa y abrió con suma delicadeza al duende con unas tijeras. En el interior del duende, vio un pedazo de periódico rodeado de algodón, en un lenguaje incomprensible para ella. Venía un título en letras subrayadas, y la foto de un auto destrozado y de una mujer encamillada y entubada adentro de una ambulancia, al igual que los retratos de un hombre joven y un niño.  Junto al pedazo de periódico, estaba la foto de lo que parecía ser una familia en un jardín rebosante de crisantemos. Un niño de apenas cuatro años, y dos padres jóvenes, abrazados y sonrientes. La mujer se veía embarazada, y portaba un kimono floral color azul celeste.

sábado, 21 de marzo de 2020

El pato que habla y le gusta leer.




El estudiante, con la mano izquierda en el bolsillo de su deslavado pantalón y con la derecha cargando un libro, caminaba junto al verdoso lago del parque municipal. En él, los patos nadaban y chapoteaban mientras pensaba "Estos animales son el cine para las personas como yo... los pobres y los olvidados". El cielo estaba cubierto de nubes viscosas y vaporosas, dándole oportunidad nula al sol de verano para brillar. Se sentó en una banca oxidada frente al lago y se dispuso a leer. En plena lectura, un pato se le acercó y dio un brinco a la banca donde se hallaba y se asomó a la página que el lector devoraba con ahínco religioso. "No sabía que Simbad el Marino fumó hachís con Aladino. Por eso detesto vivir rodeado de puros patos, nunca me entero de nada de la farándula literaria, todos son unos tontos que solo se preocupan por cazar a la lombriz mas gorda y jugosa" le dijo el animal al interrumpido lector. Éste, al escuchar la queja del pato, regurgitó la página, le sacudió la saliva, la dobló en cuatro y la metió en el libro. "¿Cómo sabes lo que es el hachís?" le inquirió el lector. "No me subestimes, humano". La plática tornose fluida y dinámica, recorriendo temas de mutuo interés. El humano se sorprendió ya que, a pesar de nunca haber salido del parque, el animal estaba dotado de una refinadísima visión del mundo. Cuando el cielo se oscurecía y la gente comenzaba a irse, el pato le pidió que lo adoptara. Al ver el rostro contrariado y confundido del estudiante, el pato le explicó que si se lo llevaba él tendría la deseada compañía y él acceso a su vasto librero, atiborrado de literatura que anhelaba leer. Después de pensarlo, aceptó y se lo llevó entre brazos, mientras el pato les parpaba por última vez a sus atolondrados amigos (que no notaron su partida debido a la pelea que se estaba originando por la potestad de Godofredo la lombriz, criatura juguetona que audazmente logró escabullirse y resguardarse bajo tierra; narración que reservaré para otra ocasión). 

lunes, 16 de marzo de 2020

El ogro Marcelo y el caza monstruos.




Con las puntas de su bigotito dorado apuntando hacia arriba, de manera pausada y precavida reptaba por la colina. A no más de tres metros, un ogro llamado Marcelo sentado le daba la espalda, despidiendo un poderoso aroma a mierda que le provocaba náuseas. El ogro estaba dormido y roncaba plácidamente. El caza monstruos se incorporó y desenvainó el arma que le colgaba de la cintura; se acercó con la espada bailándole en la mano, haciéndola girar del mango con gracia y elegancia. Estando lo suficientemente cerca del ogro, con la lengua de fuera, comenzó a aullar de manera chillona, siendo interrumpido por un ataque de tos y dándole al gigante la oportunidad de desperezarse y percatarse de su presencia. Retomando el interrumpido alarido, corrió y le clavó la afilada hoja en la espalda, haciéndolo graznar del dolor. Sonriendo de satisfacción, intentó desencajar la espada, pero está no cedía, y el hombre comenzó a angustiarse. Marcelo ya se estaba poniendo de pie, refunfuñando ásperamente en algún dialecto ininteligible para el oído humano. El caza bestias desenvainó una pequeña daga que guardaba como último recurso en la correa que rodeaba su muslo y lo comenzó a apuñalar. "Hijo... de... puta", espetando palabra por apuñalada y llorando de la impotencia. Apenas herido, Marcelo se incorporó y observó a un hombrecito que utilizaba mallas que corría por su vida. Con dos zancadas lo alcanzó, ya que el humano de las mallas se acababa de tropezar con una rama. Lo agarró entre sus manos y las apretó hasta que sintió que crujió. Después de agarrarlo de un pie y zangolotearlo, lo arrojó con furia escupiendo espuma por la boca. Lo pisoteó hasta únicamente dejar una pulpa viscosa y rojiza en el césped de la colina. Se volvió a dormir, ahora con la incomodidad de tener una espada clavada en la espalda. Unas lágrimas, dolorosas e inmarcesibles, asomaron en sus ojos.

jueves, 27 de febrero de 2020

El castillo y las nubes.


Los fantasmas estaban agazapados en los rincones cubiertos de hierba que salía de las baldosas de piedra. Los cachorros curiosos los olfateaban y ellos les sopablan en las narices, haciéndolos sacar la lengua; los más niños se divertían con ellos mientras los viejos los evitaban. Los hombres hablaban de sus hazañas en las campañas y blandían sus antiguas espadas como trofeos de guerras, el más admirado era un antiguo caballero errante que había perecido dándole muerte a la temible bestia morada que había calcinado a la mayoría de los presentes; su espada brillaba cada que se le mencionaba, todos aseguraban que tenía vida propia. Cuando llovía, las familias esperaban a que escampara y, cuando amainaban las aguas y el arcoíris surgía, se acostaban y rememoraban y compartían las mejores experiencias de los días en los que ellos aún vivían. Un día, la más sabia y antigua de todas las nubes que surcaban el cielo, bajó de sus aposentos y pidió audiencia con Octavia, antigua reina del ahora abandonado castillo. "Ustedes no pueden seguir aquí. Es momento que este castillo y todo lo que representa sea borrado de la faz de esta tierra" exclamó con omnipresencia la nube. "¿Qué será de nosotros? Mis gobernados tendrán miedo, estaremos desamparados, sin techo". La nube le explicó lo que les pasaría, mientras ella asentía, siempre atenta y un tanto motivada. A la mañana siguiente, con los rayos del sol mordiéndole sus hombros, la reina Octavia comenzó el desalojo del castillo desde una de las torres. Los fantasmas, dóciles, solo caminaban, expectantes y nerviosos. Los niños eran cargados mientras ellos por encima de los hombros de sus madres le decían adiós con sus manitas a lo que único que conocían. Una vez terminada la evacuación, la más sabia y antigua de las nubes, acompañada de sus hermanas, comenzaron a soplar. Grandes vientos azotaron a la antigua construcción, hasta que lentamente de ella sólo quedaron escombros, levantando una brisa de polvo y memorias que golpeó a la cofradía celestial y cuyos integrantes sintieron como el último abrazo que su vida pasada les daba, y que al mismo tiempo era una invitación a abrazar a la próxima. Octavia, con su corona aún adornando sus dorados cabellos y su nívea túnica raspando el césped que yacía bajo ellos, se volteó hacia su gente y, sonriéndoles, cerró los ojos y comenzó a ascender al cielo. Varias nubes le daban la bienvenida y la abrazaban con gritos de regocijo, fundiéndose con ella y creando una nueva masa pálida. Después, la nueva nube comenzó su trayecto, ondulante y serena bajo el cielo dorado. Los fantasmas, uno a uno, se elevaban.

sábado, 15 de febrero de 2020

Burocracia.




La fachada de la oficina cultural y económica parecía de plomo, con una enredadera que la forraba y una bandera roja y azul y blanca grabada en una placa, junto a la puerta principal resguardada por un policía moreno. Adentro, el ventilador, por revolución, chirriaba de manera penetrante, perturbando a los penitentes que esperaban su turno sentados en sillas de plástico. "Hernández Hernández Bertilia", dijo con pereza la secretaria arrastrando las vocales mientras masticaba un chicle sabor a mierda (juzgando por las expresiones que hacía al hacerlo). "Buenas tardes, vengo a recoger la autorización de..." la tos de una foca sentada por ahí la interrumpió. "El cónsul no la va a poder atender en estos momentos" le dijo en seco mientras mecanografiaba, con cara que revelaba su intención de querer despacharla lo más rápido posible. "Pero me dijeron que viniera a esta hora y en este día y..." otra tos con eco de la misma foca la volvió a interrumpir. "Ya le dije señorita, el cónsul se encuentra indispuesto, regrese en seis meses". La señorita Bertilia no sabía como responder a semejante atropello. "Demando una explicación en este preciso instante, ¡necesito recoger esa autorización hoy mismo!" le respondió indignada. "El gobierno acaba de asignar como nuevo cónsul a un oso pardo, y este se encuentra hibernando, espero y pueda comprender la situación". La señorita Bertilia creía que le estaban gastando una suerte de broma de mal gusto. "¿Quién en su sano juicio asignaría como cónsul a un oso pardo?, todo mundo sabe que las cebras son más efectivas ¡nada de lo que me estás diciendo tiene sentido!" exclamó confundida la señorita. Otra tos, húmeda, en el fondo del salón. Un viejo se sonaba la nariz y un jovencito acomodaba por tercera vez unos papeles dentro de un folder. "Ya sabe como son los burócratas, pocas veces actúan con inteligencia" le respondió la secretaria sonriéndole, con sorna.

miércoles, 5 de febrero de 2020

Los huevos de Grimaldo, el Don Juan visitante.

Primo mío ¿por qué no me crees?, Es que es absurdo, por eso, Como tú veas, yo ya te dije lo que tienes que hacer. Grimaldo cargaba en su mano dos huevos, recién expulsados por la gallina de su tío Felino. Te vas a acercar a la güerita que más te guste y se lo estrellas en la cabeza, eso las vuelve locas, les encanta. En la escalinata del quiosco de la plazuelita principal, una rubia estaba sentada lamiendo un helado de miel de abeja mientras escuchaba las promisorias noticias del avance de la guerra y de las majestuosas hazañas del hercúleo general Patas de Oso; a la par, un greñudo que siempre cargaba una libreta donde anotaba los inesperados susurros de las musas, recitaba un poema a la biznaga consentida de su abuela Amelia (cuyas mágicas propiedades relataré en otra ocasión) y el globero silbaba en la esquina una canción, ausente. Como tú quieras tigre, pero eso sí, una güerita de esas no las encuentras allá en tu ciudad donde si llegan las películas, solo digo primazo... solo digo. La plaza estaba flanqueada por una veintena de cactus. Acércatele y háblale, ya con los huevos que te cargas vas a ver que la encandilas, la gallina de mi pa' es la mejor de este pueblo. Comenzó a caminar en dirección al quiosco, dubitativo, sopesando los huevos en las palmas de sus manos. El bardo del desértico pueblo declamaba, mientras Grimaldo consideraba la opción de meterle uno de los huevos en la boca. La güerita, con su encanto pueblerino y los rulos cubriéndole el escote, volteó al sentirlo aproximarse y de manera afable le regaló una sonrisa. Ya veía al forastero con emoción, y este, al verse próximo a la víctima, le estrelló uno de los huevos con una suerte de cachetada, haciéndola caer inconsciente y dejando a merced del asfalto y de la arena y del polvo a la bola de helado. Su primo, escondido por ahí, le gritó, Te dije que en la cabeza pendejo, no en la cara. Grimaldo, al ver a la güerita inconsciente en el suelo y con la cara anegada en clara y yema, la agarró galantemente del cuello y, suavemente, le reventó el último huevo, esta vez en el lugar correcto. De este salieron pétalos de rosas rojas. La güerita, al instante, despertó de su letargo y viendo al hombre que la tenía entre sus brazos, lo acercó a ella agarrándolo de la solapa de su saco y le propinó un beso en la frente, para finalizar con uno en los labios, Me llamo Genoveva. Encaminados hacia la cabaña de su tío Felino, su primo le espetó con orgullo paternal, ¿Viste galán? te dije que la gallina de mi pa' es la mejor del pueblo.

viernes, 10 de enero de 2020

La campana.

Subieron las escaleras, desnudándose con los ojos, ignorando las paredes tapizadas de flores aterciopeladas. Entraron al cuarto. Ahora acostados, con las manos. Furiosos, apasionados, caníbales.
El seminarista, en el campanario, le dio las gracias a Dios por el viento que le revolvía los cabellos "Seré jesuita porque me puedo dejar el cabello largo". Estiró el brazo y comenzó a pendular al badajo, haciendo sonar la campana. "¡Es hora de la misa, gente buena!" gritaba desde arriba.
Benito la tenía prensada de las caderas y ella le lamia el cuello. Después se besaban los labios mientras él la acariciaba; Abelarda, toda encantada. Las campanadas inundaban la habitación, acompañando las risitas y los gemidos.
Benito y el seminarista tenían cansado el brazo, pero la satisfacción que sentían los impulsaba a continuar.
"¡Qué te pasa, pendejo de mierda!" le gritó Paco a su primo bajo el marco de la puerta, cargando un ramillete de violetas en la mano derecha. Abelarda, al ver a Paco, comenzó a llorar. Paco golpeaba a Benito, y este apenas podía cubrir su cara. Le temblaban las piernas. Furioso, apasionado, asesino.
La campana seguía cantando y la feligresía se aglomeraba, haciéndole sentir al seminarista la amorosa presencia de Dios en su vida.
"Déjalo, Paco, ya basta. Lo vas a matar". Paco salió del trance, y se retiró escandalosamente de la pecaminosa habitación. Benito yacía desnudo junto a la cama bañado en sangre. No respiraba.
Una parvada desorientada voló a través del campanario, haciéndolo perder el equilibro y obligándolo a caer de bruces frente a la fachada de la octogenaria construcción.
El seminarista adelantó su llegada al palacio del Padre, encontrándose en la fila para la audiencia con San Pedro a un hombre desnudo con el rostro desfigurado, que no se dejaba de manosear e inspeccionar las nuevas alas que tenía en los omóplatos. La campana dejó de cantar, pero Abelarda nunca dejó de llorar. Furiosa, apasionada, melancólica.

Kimono azul.

La noche estaba en su auge. La luna llena iluminaba las habitaciones filtrándose por la ventana. Abelardo soñaba que volaba. En el s...