El perro aullaba bajo el olmo que estaba frente al portal de la casa, pronosticando la fatalidad. Desde el estudio se apreciaba en cuarto menguante al satélite natural, cuya luz entraba a través de la sucia ventana, dándole claridad a la noche que invadía al cuarto, minimizando la penumbra absoluta. El pintor, orgulloso, soberbio e imbatible, trabajaba en su última obra. El sudor le perlaba la frente. La mano izquierda cargaba la paleta, que era ya una amalgama desfigurada y desvirtuada de colores. Sobre el óleo, desbordando melancolía, trazaba el oleaje marítimo que estaba junto a un minúsculo pueblo pesquero. En este se veía como la luna, casi naranja, se reflejaba en el espejo acuático. En el pueblo se observaban diminutas partículas bioluminiscentes que corrían de un lado a otro, simulando luciérnagas. Las luces de las humildes cabañas estaban prendidas, compartiendo el mismo color que la luna. La gente estaba frente a sus casas sentadas en una mecedora o bien, en el terroso asfalto, masticando y compartiendo tabaco mientras debatían sus experiencias del día con el vecino. En una esquina, casi imperceptible, un mercado de mariscos a punto de cerrar, con los comerciantes y pescadores mentalizándose para la jornada próxima. Las manadas callejeras acosaban a transeúntes despistados, causándoles pavor, obligándolos a corregir la ruta que tomarían para llegar a su casa. Una mujer se entregaba a su pareja, sacrificando la noche, el aliento y el fresco clima, haciéndole honor y rindiéndole culto a la pintura de Safo que colgaba de su púrpura pared. Un circo ambulante montaba la carpa para la función matutina, roja y blanca, así como el maquillaje de su personal. Una hoguera común daba calor y hospitalidad a los que regularmente no la tenían. Frente al pueblo, en el despostillado muelle, barcos pesqueros decrépitos daban indicio de una economía que se acercaba a una inminente recesión. Las noctilucas salían y brillaban, acompasando su fulgor con la fauna marítima. En la noche que corría y en la desaseada habitación, era un cuadro vivo, que transmitía vida, color y esperanza. El pintor, satisfecho con su obra recién finalizada, se estiró un poco, analizándola, con los brazos en el aire y haciendo una mueca. Logró darse cuenta que le faltaba el último detalle. Un poco lúgubre pero sonriente al mismo tiempo, tomó del piso el calibre .22, abrió la boca simulando a una serpiente que devoraba a un resignado roedor, se metió la pistola y apuntando al paladar, jaló el gatillo. Cuando el olor se convirtió en hedor y comenzó a molestar a los vecinos, uno de ellos entró a la casa. En el estudio, un cuarto desamueblado y maltratado, el vecino solamente halló un óleo en blanco manchado con una artística salpicadura de sangre, frente a un cuerpo que yacía inerte en el suelo, flotando en un charco rojo carmesí.
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miércoles, 27 de noviembre de 2019
Rojo carmesí.
El perro aullaba bajo el olmo que estaba frente al portal de la casa, pronosticando la fatalidad. Desde el estudio se apreciaba en cuarto menguante al satélite natural, cuya luz entraba a través de la sucia ventana, dándole claridad a la noche que invadía al cuarto, minimizando la penumbra absoluta. El pintor, orgulloso, soberbio e imbatible, trabajaba en su última obra. El sudor le perlaba la frente. La mano izquierda cargaba la paleta, que era ya una amalgama desfigurada y desvirtuada de colores. Sobre el óleo, desbordando melancolía, trazaba el oleaje marítimo que estaba junto a un minúsculo pueblo pesquero. En este se veía como la luna, casi naranja, se reflejaba en el espejo acuático. En el pueblo se observaban diminutas partículas bioluminiscentes que corrían de un lado a otro, simulando luciérnagas. Las luces de las humildes cabañas estaban prendidas, compartiendo el mismo color que la luna. La gente estaba frente a sus casas sentadas en una mecedora o bien, en el terroso asfalto, masticando y compartiendo tabaco mientras debatían sus experiencias del día con el vecino. En una esquina, casi imperceptible, un mercado de mariscos a punto de cerrar, con los comerciantes y pescadores mentalizándose para la jornada próxima. Las manadas callejeras acosaban a transeúntes despistados, causándoles pavor, obligándolos a corregir la ruta que tomarían para llegar a su casa. Una mujer se entregaba a su pareja, sacrificando la noche, el aliento y el fresco clima, haciéndole honor y rindiéndole culto a la pintura de Safo que colgaba de su púrpura pared. Un circo ambulante montaba la carpa para la función matutina, roja y blanca, así como el maquillaje de su personal. Una hoguera común daba calor y hospitalidad a los que regularmente no la tenían. Frente al pueblo, en el despostillado muelle, barcos pesqueros decrépitos daban indicio de una economía que se acercaba a una inminente recesión. Las noctilucas salían y brillaban, acompasando su fulgor con la fauna marítima. En la noche que corría y en la desaseada habitación, era un cuadro vivo, que transmitía vida, color y esperanza. El pintor, satisfecho con su obra recién finalizada, se estiró un poco, analizándola, con los brazos en el aire y haciendo una mueca. Logró darse cuenta que le faltaba el último detalle. Un poco lúgubre pero sonriente al mismo tiempo, tomó del piso el calibre .22, abrió la boca simulando a una serpiente que devoraba a un resignado roedor, se metió la pistola y apuntando al paladar, jaló el gatillo. Cuando el olor se convirtió en hedor y comenzó a molestar a los vecinos, uno de ellos entró a la casa. En el estudio, un cuarto desamueblado y maltratado, el vecino solamente halló un óleo en blanco manchado con una artística salpicadura de sangre, frente a un cuerpo que yacía inerte en el suelo, flotando en un charco rojo carmesí.
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